
Por Gloria González Fernández
Hace unos cinco o seis años, un grupo de empresarios y promotores deportivos sandieguinos tuvo un sueño. Que las –hoy sabemos- archi competidas Olimpiadas del 2016 se llevaran a cabo en la región Tijuana-San Diego. Su principal argumento era la posibilidad de empezar a hablar en el mundo de regiones geográficas y no de fronteras divisorias.
Se trataba de un sueño que sonaba crudamente idealista, pero que albergaba en él, los anhelos de reinventar el concepto de frontera y empezar a hacerlo en la que tiene mayor interacción cotidiana.
En ese momento, fíjese usted: 12 años antes del evento, ya estos promotores estaban buscando fondos, alianzas, teniendo reuniones con alcaldes, pagando honorarios de agencias de relaciones públicas e investigaciones de mercado.
El reto al que se enfrentaron fue doble: voltear los ojos del Comité Olímpico a esta región, pero además, vencer toda una serie de prejuicios relacionados con la interacción del poderoso Estados Unidos con un país en vías de desarrollo como México. Desafortunadamente, la propuesta no llegó a prosperar.
La semana pasada se dio a conocer la decisión final del Comité Olímpico con el anuncio de la realización del evento en Río de Janeiro, Brasil, la única de las 10 economías más grandes del mundo que no había celebrado olimpíadas en su territorio.
Ya se imaginará la tremenda celebración: samba, bossanova, baile, camisetas amarillas, hermosísimos hombres y mujeres en pleno desfile de algarabía. Y no es para menos. Mire de lo que nos perdimos: un presupuesto estimado de 14 billones de dólares para el evento olímpico, la construcción de 16 nuevos estadios deportivos en Río, 427 millones de dólares de inversión en una villa olímpica para los atletas, 48,200 cuartos para hospedar a los deportistas y visitantes, 144 nuevos carros para el tren ligero local, 60,770 empleos para la seguridad del evento, más todo lo demás que usted se pueda imaginar en términos de derrama económica y de patrimonio para la ciudad.
Lo curioso es que esto ocurre en una ciudad que como Tijuana, tiene fama internacional por sus índices de violencia: 47 homicidios por cada 100 mil residentes, el triple que su contendiente Chicago, pero además con un alza este año del 10%. Incluso todavía la embajada de Estados Unidos previene a sus ciudadanos cuando tienen intención de visitar esa ciudad.
Seguro que hay algo que el presidente Luis Ignacio Lula está haciendo bien, algo que los brasileños están haciendo bien para seguir empujando su crecimiento económico, industrial, cultural y su notoriedad en el mundo. Ojalá aprendamos algo de esta experiencia.
Por nuestro lado, debo decir que el equipo de visionarios de California de los que les hablaba, no quita el dedo del renglón y anunció recientemente que va a seguir trabajando para que las olimpíadas del 2032 sean en San Diego. Es triste, pero esta vez no mencionaron a Tijuana. Lamentablemente, es fácil saber por qué.
Hace unos cinco o seis años, un grupo de empresarios y promotores deportivos sandieguinos tuvo un sueño. Que las –hoy sabemos- archi competidas Olimpiadas del 2016 se llevaran a cabo en la región Tijuana-San Diego. Su principal argumento era la posibilidad de empezar a hablar en el mundo de regiones geográficas y no de fronteras divisorias.
Se trataba de un sueño que sonaba crudamente idealista, pero que albergaba en él, los anhelos de reinventar el concepto de frontera y empezar a hacerlo en la que tiene mayor interacción cotidiana.
En ese momento, fíjese usted: 12 años antes del evento, ya estos promotores estaban buscando fondos, alianzas, teniendo reuniones con alcaldes, pagando honorarios de agencias de relaciones públicas e investigaciones de mercado.
El reto al que se enfrentaron fue doble: voltear los ojos del Comité Olímpico a esta región, pero además, vencer toda una serie de prejuicios relacionados con la interacción del poderoso Estados Unidos con un país en vías de desarrollo como México. Desafortunadamente, la propuesta no llegó a prosperar.
La semana pasada se dio a conocer la decisión final del Comité Olímpico con el anuncio de la realización del evento en Río de Janeiro, Brasil, la única de las 10 economías más grandes del mundo que no había celebrado olimpíadas en su territorio.
Ya se imaginará la tremenda celebración: samba, bossanova, baile, camisetas amarillas, hermosísimos hombres y mujeres en pleno desfile de algarabía. Y no es para menos. Mire de lo que nos perdimos: un presupuesto estimado de 14 billones de dólares para el evento olímpico, la construcción de 16 nuevos estadios deportivos en Río, 427 millones de dólares de inversión en una villa olímpica para los atletas, 48,200 cuartos para hospedar a los deportistas y visitantes, 144 nuevos carros para el tren ligero local, 60,770 empleos para la seguridad del evento, más todo lo demás que usted se pueda imaginar en términos de derrama económica y de patrimonio para la ciudad.
Lo curioso es que esto ocurre en una ciudad que como Tijuana, tiene fama internacional por sus índices de violencia: 47 homicidios por cada 100 mil residentes, el triple que su contendiente Chicago, pero además con un alza este año del 10%. Incluso todavía la embajada de Estados Unidos previene a sus ciudadanos cuando tienen intención de visitar esa ciudad.
Seguro que hay algo que el presidente Luis Ignacio Lula está haciendo bien, algo que los brasileños están haciendo bien para seguir empujando su crecimiento económico, industrial, cultural y su notoriedad en el mundo. Ojalá aprendamos algo de esta experiencia.
Por nuestro lado, debo decir que el equipo de visionarios de California de los que les hablaba, no quita el dedo del renglón y anunció recientemente que va a seguir trabajando para que las olimpíadas del 2032 sean en San Diego. Es triste, pero esta vez no mencionaron a Tijuana. Lamentablemente, es fácil saber por qué.
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